100 jilgueros

Paseaba campo a través empujado por la insolencia del aburrimiento. Aburrimiento que en mi persona tiene la costumbre de abrirle la puerta a su novia, la curiosidad. Moviendo piedras, trepando árboles o nadando en un río siempre se encuentra algo con lo que entretenerse. Pues me marqué un reto, caminar todo lo rápido que me permitieran las piernas para comprobar lo lejos que sería capaz de llegar. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. El paso marcado, el tronco erguido y el sudor brotando en la frente. Para avanzar más rápido, valiéndome de la agilidad innata con la que me habían dotado los genes, atroché esquivando los senderos abriéndome camino en línea recta.

El terreno al principio era marrón, como arcilloso, pero conforme iba avanzando fue tornándose a gris, un gris cada vez más oscuro, pedregoso, carente de vegetación salvo por algunos brotes de mala hierba.

Tanto y tanto avancé que no reconocía la zona en la que me encontraba. Paré a descansar pues las piernas casi ni me respondían. Miré al suelo para orientarme y no pude encontrar mi sombra pues la de un descomunal muro de piedra que se había levantado ante mí, había devorado mi propia sombra. Respiré hondo y eché un vistazo al reloj, ante mí dos opciones, darme la vuelta y volver por donde había venido o armarme de valor y ascender por tan desmesurado obstáculo para descubrir lo que se ocultaba tras él. Elegí la segunda opción. Aunque a priori superarlo parecía imposible, pues cada roca que lo componía era una montaña, como uno no sabe de lo que es capaz hasta que se pone a ello, comencé a subir diligentemente sin mirar una sola vez atrás, gratamente sorprendido por mostrarme tan valiente.

Ya me faltaba poco para alcanzar la mitad de aquel vertical recorrido cuando vi que a pocos metros se abría un descomunal agujero, tan descomunal que la descomunalidad del muro lo ocultaba y desde  abajo ni se vislumbraba su presencia. De este asomaba un delgadísimo brazo que hacía señales incándome que subiera, en cuanto pude lo agarré y este tiró de mí.

Con ayuda siempre es más fácil cumplir nuestros objetivos y si uno no la espera el éxito se disfruta más.

Parecía mentira que una chica que mostraba un aspecto de exorbitante fragilidad contase con una fuerza tan arrolladora, pues me alzó al agujero de un solo tirón. Vestía con finas telas de color blanco que caían sobre su figura como una túnica romana, estas dejaban al aire la hermosura de sus estilizados brazos, una melena de acaracolados rizos superaba la longitud de su espalda. Una diadema con flores vivas adornaba su cabeza, sobre esta, habían construido un nido una pareja de jilgueros.De este asomaban las crías con el pescuezo estirado, solicitando comida.

Apenas tuve aquella chica delante unos segundos. Me hizo sentar en el borde del agujero con las piernas colgando. Ella, sin girarse y mirándome a la cara hasta el último momento se puso de puntillas en el borde y dio un saltito hacia atrás precipitándose al vacío. La vi caer dibujando tirabuzones, totalmente abandonada a la gravedad. Se topó con el suelo violentamente, tanto que el ruido del golpetazo alcanzó mis oídos.

Tuve que asomarme un poco más, ya que desde donde me encontraba mi vista no alcanzaba al suelo.

Permanecía inmóvil, como cayó, quedó. Lo mismo que un animal, tenía la espalda arqueada y los pies y las manos tocando la hierba que tapizaba el terreno. Parecía encontrarse en posición de ataque por aquella quietud tan absoluta, más de tarántula que de felino. Una tarántula tan única que si existiese solamente podría avistarse en algunas noches señaladas bajo los claros de la luna. Sobrevolaban su quietud la pareja de jilgueros, que trinaban mientras se desplazaban en círculos, arrojándose en picado sobre su cabeza, no para atacarla sino con el fin de alimentar a su prole.

El terreno era un terreno trocado, en el sentido de que ya no estaba conformado por yermas tierras marrones o grises como las que encontré al partir, sino que por el contrario, en aquel prado abundaba la vegetación y por ello, a la pareja de fringílidos no le resultaba difícil encontrar sustento para alimentar a su prole. Tan pronto las crías se vieron satisfechas con el buche lleno de grasa, la chica de la fuerza descomunal y los saltos increíbles se puso en pie y echó a correr hacia un conjunto de ortigas que superaban en bastante la altura del resto de la vegetación. Se paró a unos tres metros de estas y dio dos palmadas.

- ¡Brammmm!

Al unísono, arrancó el vuelo de una bandada de cien jilgueros, ni uno más, ni uno menos, batiendo con fuerza sus alas negras manchadas de amarillo. Unidos en un solo ente, sin ningún individuo desperdigado, volaban de un lado a otro adoptando curiosas formas.

Dos niños ataviados con pantalón corto y gorra, se aproximaban a la zona por donde se desplazaba la bandada. Uno traía dos pequeñas jaulas de madera en las manos mientras que el otro arrastraba la rama de una encina que no se sabía de donde había podido cortar porque en aquella llanura solamente había hierba y baja vegetación. Una vez llegaron al punto que creyeron conveniente usaron tres pedruscos como base para erguir la rama. Tras esto, el más bajito colocó bajo la misma las dos jaulas. Cada una de ellas contenía un pajarillo saltarín (eran los reclamos). El más alto sacó del zurrón una lata que contenía palitos de esparto impregnados con un pegamento fabricado con  perrubia y suela de goma. Fue distribuyendo los espartos en la copa de la rama como mejor le pareció. Una vez hubo terminado, se apresuraron a esconderse tras unos arbustos.

Los reclamos comenzaron a trinar produciendo un extraordinario eco, tan atractivo para las demás aves, que a la bandada le costaba un mundo resistirse a acudir a su llamada. Pero se notaba que los individuos del plumífero grupo estaban escamados porque aunque algunos se acercaban mucho, no terminaban posándose en la rama pasándola de largo. Seguramente no era la primera vez que aquellos chicos acudían por allí.

La pareja de jilgueros que tenían alojadas a sus crías sobre la cabeza de la chica que me ayudó a escalar permanecía apostada en un saliente de piedra. Las crías piaban fuerte desde el nido como avisándoles del peligro, pero los cantos de sus enjaulados congéneres hicieron su efecto. El macho salió disparado hacia la rama y la hembra tras él. Ambos, cayeron en la trampa prácticamente a la vez e irremisiblemente tras tocar los espartos se estrellaron contra el suelo. Los niños salieron de su escondite a toda prisa capturándolos. Les quitaron los espartos arrancándoles alguna pluma, les untaron con aceite las zonas afectadas y encerraron a cada uno junto a uno de los reclamos. Nada más privarlos de libertad, las crías comenzaron a emitir unos pitidos sobrenaturales, hasta tuve que taparme los oídos. La chica del vestido blanco, que los llevaba sobre la cabeza perdió el control de sus actos y se puso a dar giros llevándose las manos a la cabeza, giros extraños y de tanta violencia que arrancaba la hierba del suelo a pesar de ir descalza. Desplegó al girar tal cantidad de viento que de estar raso el cielo pasó a poblarse con nubes cargadas de agua. Los niños, asustados y paralizados por el miedo, contemplaban la escena con los ojos abiertos como platos. El interior de las jaulas comenzó a iluminarse tornándose ambas en bola de fuego. Dos bolas de fuego que partieron buscando el cielo como si fuesen dos meteoritos en sentido contrario al natural. Cuando se perdieron de vista en la inmensidad  ya diluviaba de forma extrema. Caía el agua con tanta saña que los niños huyeron de allí arrastrando la rama consigo. La chica, exhausta se hincó de rodillas en un charco aguantando el chaparrón. Los nubarrones se vaciaron a los tres días más o menos. La chica tenía calada hasta el alma, los pajarillos habían muerto. Cuando volvió a salir el sol, aquella semidiosa yacía inerte bocabajo. Supe que estaba muerta cuando su cuerpo se deshizo volviendo a ser tierra.

El paso de los años se tragó el muro y en el lugar exacto donde murió la chica creció este árbol bajo el cual nos encontramos y sobre el que cada tarde se posa una bandada de cien jilgueros, ni uno más, ni uno menos.

- Parece buena esta mierda.

- Lo es. Se llama imaginación.









José Daniel Lloret Murillo

08 de Marzo de 2019

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