Tamarindos muertos

Por aquel paraje, perteneciente a una ciudad cualquiera de México, corría el aire prendido por la suprema llama del sol cayendo desde su punto más alto. Las cigarras se hacían notar y las bandadas de pájaros aterrizaban sobre los escuálidos frutales, picoteando con saña la fruta para vencer el natural escudo de la cáscara y sacarles todo el jugo, aliviando la polvorienta sequedad de sus diminutas gargantas.

Ya en la urbe, los pájaros son las personas y los frutales los puestos del mercado callejero.
Allí las cigarras se sentaban en los bares, cigarras con la piel curtida por el duro trabajo al aire libre. Piel encurtida, como aceitunas negras.

Traviesos, los niños corretean jugando. Atraviesan las estrecheces de los pasillos del mercado (estrechos más por afluencia que por medida) alborotando, de punta a punta. Incordiando a vendedores y clientes, disfrutan de la vida a falta de obligaciones. Más de una vez y más de dos, les cayó en lo alto una avalancha de limones que terminaban rodando irregularmente sobre el asfalto como si tratase de  una carrera de salamandras orondas.

En la televisión del bar de la esquina Speedy González está corriendo a todo meter en busca de su agujero.

Un señor gordo, vestido de blanco, que lleva puesto un mandil también blanco, no hace más que sudar mientras empuja un carrillo a la vez que pregona:

- ¡Dulce de tamarindo! ¡Rico dulce de tamarindo!

El tío suda como un cerdo. Va comiendo un emparedado de carne de cerdo.

Unos niños pasan delante de él moviendo una rueda con un palo. Uno de ellos le dice:

- ¡Gordo!

Los otros dos secundan la moción:

- ¡Gordo!
- ¡Gordo!

Después los tres en coro:

- ¡Gordo de los tamarindos!

Este, en un ataque de furia se dispone a lanzarles un cazo cuando al girar la cabeza ve salir de una furgoneta negra a un grupo de encapuchados armados con ametralladoras. 

En menos de diez segundos han llegado al sitio. Disparan indiscriminadamente, se ceban con el gordo vendedor pero no hacen ascos a nada, los niños también caen. El carrillo vuelca derramándose todo su contenido. Por el suelo se esparce una alfombra de fruta triturada que se mezcla con la sangre de los muertos.

Mientras algunos testigos esperan a la policía, una bandada de pájaros picotea con saña las cabezas de los difuntos que han caído sobre el dulce lecho de  pulpa de tamarindos muertos.

Mañana todo se habrá olvidado. El mercado volverá al mismo sitio. 






José Daniel Lloret

03 de Noviembre de 2018

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